Lucas y yo somos radicalmente distintos en un punto. Yo necesito que las cosas se repitan. Yo necesito las ceremonias y los rituales. Me contienen. Le dan valor a lo que pasa. Como acabo de escribir en otro blop (al que le mando afectuosos saludos muchos), puede ser que haya leido demasiadas veces El Principito. Tanto que me lo creí. Un ejemplo, cuando empezamos a salir con L, yo había impuesto el ritual de ir todos los martes al cine. Era mínimo, pero yo era feliz toda la semana porque sabía que tenía una cita asegurada los martes a la noche con él. Y sí, era todos los martes hacer lo mismo, pero para mi todos los martes eran distintos, porque nunca era igual, pero yo sabía que esa noche ibamos a estar juntos, y eso me dibujaba un lugar en el mundo feliz. Para mi, el peor insulto, la cristalización más perfecta de lo perverso, es la expresión "hablamos". ¿Hablamos cuándo? Si me importás necesito sabér que el espacio para que estemos juntos existe, que tiene su lugar en el tiempo, que es seguro. Lo contrario a eso me destruye, es el peor abandono y el peor desamparo posibles. Y cuando sucede, el encuentro pactado, es la confirmación más fabulosa de que es real, que no estoy loco, y casi de que no estoy solo. Y eso es la felicidad.
Lucas odia la rutina. Si el ya sabe lo que va a pasar, se aburre. Es respetable. Él necesita que las cosas lo sorprendan. Las cosas tienen valor exactamente si lo sorprenden, si no las estaba esperando y suceden. Es como ir a comer afuera. Para él comer afuera es fantástico porque rompe la rutina de cenar en casa. Para mi cenar en casa tiene valor porque es un espacio que se construye en el tiempo, lleno de mínimas variables hermosas. Pero nunca nos vamos a poner de acuerdo. Yo por eso inventé una nueva rutina, todos los principios de mes, cuando acabo de cobrar, vamos a cenar a un restorán lindo. Si fuese por mi, iríamos siempre al mismo, pero para que Lucas sea feliz, acepto la condición de ir siempre a lugares distintos. Pero yo sé que este finde vamos a salir juntos (a Rave, que adoro, y sirven el risotto más rico de palermo), y esa certeza me hace feliz ahora mismo. Igual, que quede claro, ir a cenar afuera para mi es uno de los mayores placeres posibles, más que ir al cine, más que casi cualquier salida; tanto que viajar para mi es ir a cenar afuera por el mundo.
Y así mi vida está llena de pequeñas ceremonias. Todos los días antes de entrar a trabajar, me compro un café con leche en el bar de enfrente. Puedo saborear el café que me voy a tomar mañana y ya lo disfruto. Y la chica que me lo prepara ya me conoce (iupi!) y antes de saludarme me mira y me dice: un café con leche para llevar, y yo sonrío y soy feliz. porque yo ya sabía que iba a pasar eso, y pasó! Y la amo, y no sé como se llama, pero ya sé que cuando deje de trabajar donde trabajo (porque esas cosas eventualmente pasan) el último día le voy a llevar un regalo. Yo tengo una agenda mental donde escribo esa clase de cosas.
Una discusión bastante fea que tuve con L tuvo que ver con esto, aunque no directamente. A saber: Vivimos en un segundo piso, tenemos un balcón que da al contrafrente, por donde pasan los gatos que viven en los techos de la manzana. Son parte del paisaje. Lucas inmediatamente se enterneció, y me dijo que quería dejarles un platito con leche (una gata había tenido gatitos... era un golpe bajísimo, de esos que me parten). Y le dije que no. Rotundamente. Porque los gatos son extremadamente rutinarios (todos los que tuvimos gato como mascota toda la vida sabemos perfectamente eso) y si nosotros decidiésemos darles de comer, su nueva rutina sería esperar a que salgamos y dejemos el plato con leche, y ese sería uno de sus momentos felices del día. Pero nosotros sabemos que no vamos a vivir donde vivimos para siempre (de hecho nos vamos a mudar en breve) y cuando ya no estemos, los gatos se quedarían esperando un plato con leche que nunca más va a aparecer. Y de solo pensar eso, me pondría a llorar ahora mismo.
Mi gata está exactamente acostada a mis pies. Todos los días llego del trabajo a esta hora, prendo la compu, se sube arriba mio, yo la acaricio un rato, ella ronrronea, la bajo porque si no no puedo escribir, y se queda acostada a mis pies. Imagino que debe estar contenta de que yo haya hecho bien mi parte del trato. Llegar como siempre, a la misma hora, sentarme como siempre, poner música como siempre... en un rato se va a parar y va a saltar encima del escritorio, y yo me voy a parar, la voy a acariciar, voy a ir a la cocina y le voy a dar de comer. She knows...