Cuando llego a casa y veo que Francisca me dejó una nota, siempre espero lo peor.
Francisca viene una vez por semana. Ordena, limpia, hace sus cosas. Yo nunca la veo. Ella tiene su juego de llaves y viene cuando yo estoy en el trabajo. Hace más de un año que no nos cruzamos. Nos comunicamos por mensajes escritos en pequeños papeles. Yo uso postits amarillos y ella usa el primer papel que encuentra. También me manda mensajes de texto larguísimos, siempre con saludos y despedidas muy formales, sin abreviar palabras. No sé exactamente qué hace en casa, ni cuánto tempo se queda, y no tengo manera de saberlo. Me pregunto como reconstruirá ella mi vida, leyendo las cosas que encuentra cada semana, como cambian de lugar algunas, aparecen nuevas, desaparecen otras. Hoy vino. Lo sé desde el momento en que abro la puerta de casa porque hay Francisca en el aire.
Entré y supe que había venido. Y ví la nota. Bueno, lo peor sería que me pida un aumento. Eso pensé. Lo verdaderamente terrible, en realidad, sería que me diga que no puede venir más, pero no creo que sea tan insensible como para decírmelo con una nota. Supongo que no podría encontrar otra Francisca, porque a ninguna otra le daría las llaves de mi casa. No sé si ella se imagina lo vulnerable de mi situación. Pero no me pedía un aumento, y tampoco me estaba dejando.
Siempre hay un fuentón con galles de avena en casa, de las que hago yo. Y sé que los días que viene Francisca desaparecen algunas. Y la quiero por eso.
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